LOS CUADERNOS Y EL VIAJE

Recuerdo, ya desde el primer viaje que decidí realizar solo, un apego hacia los cuadernos, una necesidad de los cuadernos que me hacía volver una y otra vez a ellos, simplemente a garrapatear páginas, escribir y dibujar. Este gusto por los cuadernos me hacía constantemente caminar por la ciudad y frecuentar diversos espacios urbanos que me permitieran una permanencia en las páginas: el descanso de una escalera, la sombra de un árbol, la mesa de un bar, la terraza de un sitio eriazo, la banca de una plaza o de un cementerio, etcétera. Todos estos lugares tienen en común el encontrarse disponibles para ser ocupados, apropiados para desplegar una estadía en el papel. En este sentido mi experiencia con los cuadernos distaba de consistir en clavarse en un escritorio, sino que más bien implicaba el principio de una aventura urbana: el cuaderno era sinónimo de una búsqueda en el espacio vivido.
Posiblemente la condición solitaria del viaje, entonces incuestionable, era dictada por una rigurosidad del cuaderno. La experiencia del viaje y la dimensión del cuaderno se urdían como horizontes paralelos, de manera que tanto del cuaderno brotaba el viaje como del viaje se nutría el cuaderno.
El viaje que se plantea desde la incertidumbre del recorrido, exige de un itinerario improbable, pendiente de los encuentros y los desvíos, de las vicisitudes del ánimo y de las condiciones climáticas, del paisaje y del cuerpo. Asimismo el cuaderno: en el trazado de un pensamiento vagabundo, en las anotaciones de una mente varada sobre una mesa, en el esquema inconcluso de una conversación perdida, en la enumeración de quehaceres prácticos, en el apunte de un sueño o en la descripción de un lugar, el andar de la mano sobre el papel conjuga en su trazo la necesidad de una memoria con la incertidumbre de su trayecto.
Ahora pienso en este impulso al viaje solitario y lo siento inseparable a la afición por el cuaderno. Incluso podría decir que el surgimiento, de un día para otro, de la necesidad de viajar solo, con el destino de cualquier lugar, devino de mi afición por el cuaderno: el deseo simplemente de transportarlo, en el asiento de un bus o en la baranda de un barco, caminar por ciudades desconocidas y ocupar sus escaleras, rincones, noches y mañanas. El viaje solitario es la situación ideal para retornar continuamente a un cuaderno, habitarlo, alojar en él. Llegar a una habitación para entrar al cuaderno, entrar al cuaderno para originar una habitación. Abrir el cuaderno como inminencia de una ruta: arribar luego de una jornada de camino (como me sucedió en Tierra del Fuego) a un lugar señalizado en el mapa, y luego de varias horas de camino encontrarlo abandonado, con todas las casas celosamente tapiadas, vacío y sin agua, con animales muertos. Y estar allí con el cuaderno en una mano. Estar allí debido a un lápiz y a un montón de páginas encuadernadas.

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