PIEZA DE PAISAJE

EL NADADOR N°2
ANTIGUO ESTADIO MUNICIPAL, CONCÓN




















EL NADADOR: MÁS ACÁ Y MÁS ALLÁ DEL RÍO LUCINDA
Por Sergio Madrid
Fotografías de Ramón Aldunate



Desde hace algún tiempo Carlos Ceruti nos tiene acostumbrados a una práctica que consiste en la representación de un fragmento concreto de paisaje, en un espacio que naturalmente no le corresponde, como si el paisaje que surge del caminante estuviera compuesto por piezas que encajan y desencajan, donde nuestro artista subraya el desencajar. En esa línea iba su exposición anterior (Pieza de Paisaje, en el Instituto de Arte PUCV). En ese movimiento desencajante existía una alquimia; como dice Rimbaud: “Si el cobre se despierta clarín, no es culpa suya”. Se diría que si una pieza concreta de un paisaje determinado se despierta desencajada en un paisaje que le resulta extraño, tampoco es culpa suya. Si le asignamos a esa pieza de paisaje una cierta subjetividad, se hace válida la analogía con la arbitrariedad perceptiva de un sujeto cualquiera que tras despertar después de una borrachera, no sabe donde está y al menos por un segundo se siente perdido, desencajado de su entorno. Este impulso desencajante conserva una cierta reminiscencia de ebriedad. Pero también puede observarse un fenómeno semejante cuando un sujeto, por motivaciones diversas, debe pasar de un espacio extremadamente abierto (entiendo por “espacio abierto” donde se tiene la posibilidad de abarcar el horizonte tan ampliamente como sea posible) a uno en extremo cerrado (donde el horizonte es escamoteado), como cuando alguien baja rápidamente una escalera para tomar el tren subterráneo, y pierde la noción de los puntos cardinales, pudiendo incluso confundir los andenes y alejarse de su destino. Ese instante de extravío, propio de una profunda subjetividad, aun cuando la geografía, como es natural, no se ha movido, tiene aquí su “correlato objetivo”. El juego mental del caminante consiste en esa tensión entre lo que encaja y lo que desencaja del paisaje, el propio caminante en su desplazamiento es quien simultáneamente encaja y desencaja con su entorno relativo, asiéndose de fragmentos del paisaje que cruza y marcándolo con signos desencajantes. El propio camino puede ser concebido no como una pura continuidad, sino como etapas discretas que suponen más bien saltos cualitativos. El juego consiste en hacer que esas etapas, cada una de ellas espacialmente concebidas como territorios, encajen o no unas con otras. Por eso el camino del caminante nunca está trazado de antemano, aun cuando aparentemente ese trazo parezca anticipado. Si lo estuviera realmente, ya no se trataría de un caminante, por cuanto el sujeto estaría vaciado de aventura.

Ahora bien, parece inevitable nuestra permeabilidad a los clichés de nuestra cultura, expresados en forma de metáforas, de analogías, de equivalencias, paradigmas o como se los quiera denominar, y que de una manera más o menos abstracta siempre alcanzan a la vida: a la vida como transcurso. La vida como camino, la aventura del caminar como metáfora del transcurso de la vida, etc. Por eso, artísticamente hablando, es fructífero proyectar una cierta subjetividad sobre la obra concreta, la cual en su estatuto de representación puede asumirla sin mayores problemas. No se trata de imaginar lo que una determinada pieza de paisaje imaginaría en determinada circunstancia de extrañamiento, sino de observar cómo ella, representación figurativa al extremo de conservar la escala uno a uno con respecto de su original, que no oculta su “intención” de duplicado, se transforma a sí misma a la vez que transforma el entorno, y hay algo de magia en ello. Y es la obra la que la irradia. Pero el cliché es inevitable, negarlo no sería más que la formulación de un falso olvido, de lo que se trata es de mantenerlo a raya, de que esté presente como sombra y no como luz, de manera que pueda ser iluminado por la obra y por consecuencia, transformado. Así sucede con la metáfora del camino y del caminante. Por ejemplo, la canción popular excepcionalmente ha convertido los versos de Machado en un cliché con relación a este tema: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar. Al andar se hace camino, y al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar, etc.” Considerando la operación que Ceruti realiza en el paisaje y en el territorio, en su condición de artista caminante, sería más adecuado decir: “Caminante no hay camino, se hace camino al “errar” (tal como lo ocupa Careri en la reformulación de la locución latina “errare humanum est”), donde el verbo errar compatibiliza el caminar con el equivocar, es decir, con la incertidumbre, como quien pierde por un instante la noción de los puntos cardinales. Si se me disculpa, me citaré:

Errar es errar el camino, andar y equivocar, equivocar y andar

Pero no acertar el camino, pues no hay camino, como dijo el poeta,

Que no surja del errar.


La analogía del caminante y el camino con el transcurso de la vida, como metáfora correspondiente a una geografía terrestre, resulta tal vez en exceso adecuada a la condición fisiológica del ser humano y por lo tanto, por así decirlo, demasiado perfectamente encajada a su naturaleza orgánica. La tradición, sin embargo, nos lega una variante algo más extraña y más ambigua, cuyo alcance filosófico y poético cruza nuestra cultura de cabo a rabo, esa es la imagen del río o de los ríos. Pensemos, por ejemplo, en Ungaretti:

[…]El Isonzo fluyendo

me pulía

como a uno de sus guijarros

He levantado

mis cuatro huesos

y me he ido

como un acróbata

sobre el agua

Me he acuclillado

junto a mis ropas

sucias de guerra

y como un beduino

me he postrado para recibir

el sol

Éste es el Isonzo

y aquí es donde mejor

me he reconocido

una dócil

fibra

del universo

Mi suplicio

es cuando

no me creo

en armonía

Pero esas ocultas

manos

que me modelan

me regalan

la rara

felicidad

He repasado

las épocas

de mi vida

Éstos son

mis ríos

Éste es el Serchio

en el que quizá abrevó

durante dos mil años

mi gente campesina

y mi padre y mi madre

Éste es el Nilo

que me ha visto

nacer y crecer

y arder de inconsciencia

en las extensas llanuras

Éste es el Sena

y en su turbulencia

me he mezclado

y me he conocido

Éstos son mis ríos

contados en el Isonzo[…]


Pensemos en Ungaretti, decía, donde los ríos pulen el guijarro que es el hombre, y donde ríos que fluyen lejanos uno de otro, todos se cuentan en el Isonzo. Se diría que todos los ríos son uno solo. El hombre aquí, que ha viajado por todos esos ríos a lo largo de su vida, que ha sido un “caminante”, y que en cada uno de ellos ha cifrado una etapa de su vida, alcanza finalmente una representación estática de su transcurso, la del guijarro que ha sido modelado por las aguas milenarias. En ese proceso puede observarse cómo ninguno de esos ríos encajan ya con su geografía, con su paisaje originales, para conformar parte finalmente de una representación unitaria y profundamente humanizada.

No puedo dejar de nombrar, aunque sólo sea de pasada, a propósito de los ríos, la primera frase de El Nilo de Emil Ludwig: “Cada vez que escribo la biografía de un hombre pienso en el curso y el destino de un río. Sólo una vez un río me ha hecho recordar el destino humano.” Y más adelante:“El recuerdo del desenlace de Fausto me inspiró el deseo de escribir la epopeya del Nilo bajo la forma de un símbolo, tal como he escrito la historia de los grandes hombres.” El autor, al igual que Ceruti, ha tomado una “pieza de paisaje” para reconstruirla, a diferencia de Ceruti, simbólicamente; y en dicho proceso de representación no sólo el Nilo se transforma a sí mismo pareciéndose a un hombre, sino que asimilándose al plan fáustico se vuelve una potencia transformadora, un sujeto de progreso. La operación que lleva a cabo Ceruti, en rigor, no es simbólica, pues la acción de “symbalein” consiste literalmente en la acción de “encajar”. Lo que Ceruti pone sobre el tapete de la representación es el gesto inverso conocido como “dyabalein” —separar, fragmentar, desencajar—, produciendo un efecto de extravío, tal como mencionamos más arriba, más cercano al “encuentro fortuito de una máquina de coser con un paragüas” o a lo que Breton llamaba la “belleza convulsiva”, o a lo que en un plano neuro-fisiológico se observa como un espasmo.




Como fuere, la metáfora del río tiene su substrato en el pantha rai heracliteano, “todo fluye”, “nadie se baña dos veces en el mismo río”, que supone una concepción del tiempo no separada del ser, donde el movimiento no es una apariencia que oculta una verdad inmóvil; contrariamente, lo aparente y por tanto falso, es la supuesta inmovilidad del río. Sí, todo fluye, pero, ¿cómo fluye? ¿En una sola dirección y de manera continuamente sinuosa? Por lo demás, la metáfora del río con relación a la vida, tiene el inconveniente contrario a la metáfora del camino, puesto que el hombre siempre aparece como contiguo al río, o entra y sale de él, lo cruza o lo navega, pero nunca hace al río. El hombre es guijarro modelado por el río, o bien el río se presenta como el paradigma de todas las enseñanzas, como le sucede a Sidharta, pero nunca surge del “errare”. El río, los ríos, están dados. He aquí el interés psicogeográfico que despierta la imagen del nadador, que se superpone al ejercicio desencajante que hasta ahora había realizado Carlos Ceruti.




The Swimmer (El Nadador), película de Frank Perry, basada en un cuento de John Cheever, realizada en 1968, encarna un mensaje anti-ideológico con relación al “sueño americano”, a través de Ned Merrill, un hombre maduro pero jovial, con síntomas traumáticos a la hora de juzgar sus recuerdos y sus emociones, fragmentados y dispersos, dando la impresión de un hombre casi infantil que ha extraviado los puntos cardinales de la vida, que se presenta en la piscina de unos amigos después de mucho tiempo, con vagas reminiscencias de un pasado cercano exitoso desde la perspectiva burguesa. Vestido en traje de baño, decide nadar hasta su casa, al otro extremo del condado, piscina tras piscina. Mira desde la colina y observa que todas las piscinas conforman un río, y a ese río le llama “Lucinda”, el nombre de su mujer. De piscina en piscina va decayendo su integridad moral, para llegar finalmente a su casa, donde no lo esperan ni su mujer ni sus hijas, sino una casa abandonada, ya con signos ruinosos, y llueve torrencialmente. El nadador es un caminante, el caminante es un nadador. Por primera vez, el río surge del errare. Una suerte de ebriedad ha consumido su memoria. El nadador que inventa su propio río a partir de puntos discretos que por sí solos no conforman una continuidad, piscina tras piscina cubre etapas de su vida, y cada una de ellas conserva su propia autonomía, tal como el caminante inaugura territorios que encajan y desencajan unos con otros. Pero a diferencia del caminante, la vocación del nadador es la desnudez (o al menos, la mínima expresión de la vestimenta), también la desnudez psicológica, una precariedad conmovedora para encontrarse, por así decirlo, dolorosamente consigo mismo en la casa ruinosa. El interés psicogeográfico consiste, sin embargo, en la transformación de las piscinas del condado, signo de esplendor sedentario, en un flujo nómade que revela la pobreza del “sueño americano”.

El río de Carlos Ceruti está conformado por otras piscinas y no tiene nombre. El nadador de Ramón Aldunate tiene la vocación de la vestimenta. El río de Carlos Ceruti está conformado por dos piscinas concretas, una tiene como soporte la ruina y la otra tiene como soporte el simulacro, y cada una de ellas tiene, históricamente hablando, su propio doble. El nadador de Ramón Aldunate tiene como soporte la fotografía, que no es en propiedad un doble de la vida, sino de un instante.




Aproximadamente a un kilómetro del Camino Internacional que bordea las espaldas de Concón, está la ruina de una piscina con forma de guitarrón. La ruina más que un depósito de reminiscencias, a pesar de que se debe a la reminiscencia, es el signo de una ausencia y por lo tanto, su relación con lo ya sido comporta una imposibilidad. La ruina está escindida de su memoria, no encaja con ella, y sólo se le puede acercar a ella de manera artificial, a través de alguna práctica museográfica o, en última instancia, a través de la restauración, con el defecto de que en ese caso la ruina desaparecería en cuanto tal. Por eso, la piscina que sirve de modelo a la reconstrucción replicante de Ceruti, tiene su propio doble en el tiempo, esa piscina que suponemos alguna vez gozó de un esplendor sedentario y que ya no existe; algo semejante sucede con la replicante, cuyo doble también está en el tiempo y ya no existe: tuvo sus días de vigor en una exposición en Santiago en una feria de arte, de ello constan sólo unos meses. Por su parte, la ruina y su simulacro existen simultáneamente en el espacio. Estas cuatro piscinas conforman o no un río que cruza las fronteras del tiempo y del espacio, y en la tensión desencajante que surge de la relación entre una y otra, se transforman y transforman sus entornos. El (des)encuentro de la piscina con el Estadio no es casual; como tampoco es casual que la piscina original, la ruina, no polemice con su entorno. Esa es la operación que seguiré llamando “pieza de paisaje”, que supone la representación de un desplazamiento descontextualizante.




Por su parte, las fotografías de Ramón Aldunate, nos presentan al nadador. Un personaje por demás vestido, como es propio de quien se desplaza por la geografía terrestre, y dado que su vestimenta consta de terno y corbata, reconocemos su carácter específicamente urbano. Anecdóticamente podríamos suponer que se cayó a la piscina, tal como puede caer un borracho, pues no hay en el sentido común nada que nos explique tal inadecuación. La ropa, esa ropa, sugiere un hombre que pertenece al ámbito del trabajo. El tratamiento de la fotografía no identifica el rostro. Es la representación de un hombre como muchos en una situación excepcional: una apnea improvisada. Este nadador no lo es en propiedad, sintetiza de un modo desencajante al caminante y al nadador. Si bien está en el agua, la disposición espacial del soporte lo ubica separado de la piscina. Este nadador, imposibilitado de nadar, nada en distintas fotografías-geografías conformando un río imposible que no lleva a ninguna parte que no sea momentáneamente este Estadio. “Yo mismo me vine nadando, supongo, de algún modo, por las calles, hasta acá; o tal vez, tendré que irme de aquí nadando hasta mi casa, no aquella en la que vivo, por supuesto, sino a la otra, la que todos conocen, la casa que perdimos o lo que de ella queda, para desmitificarnos de una vez por todas” —parece decirnos.




El Estadio por sí mismo conforma una territorialidad. Como dice Roberto Merino en una crónica reciente: “A veces las canchas de fútbol parecen cementerios o espacios consagrados al dios Tiempo. Me imagino que un extraterrestre podría devanarse el mate tratando de descifrar el simbolismo de las rayas de cal […] En nuestras canchas no se ven sino unos pocos queltehues y de vez en cuando algún zorzal que parece haber perdido el rumbo”. La territorialidad de los estadios vacíos, al escamotear el horizonte, tiende paradójicamente a presentarnos un horizonte vertical, el abajo y el arriba, donde se aparecen dos dimensiones nomadísticas bastante sugestivas: en el abajo, la cancha, con sus delimitaciones de cal, inaugura la posibilidad lúdica del movimiento; arriba, el nomadismo de los pájaros y de los aviones. Como sobre la cancha se da inicio al juego, se trata de un tipo de territorio que sirve de antecedente subdesarrollado de la sección amarilla de la New Babylon de Constance. Todos estos territorios se reúnen desencajándose unos con otros, dando paso a una suerte de utopía instantánea, que nos convoca expectantes. Que suene el pito, y que comience el juego.



No hay comentarios:

Publicar un comentario